Por Teresita Vago
“Y no sirvió de nada porque todo el tiempo
estaba yo en un mismo lugar, y bajo una misma piel,
y en la misma ceremonia, yo te pido un favor,
que no me dejes caer, en las tumbas de la gloria, gloria, gloria”. (Tumbas de la gloria, Fito Páez)
Aquel martes 17 de marzo de 1992 era un día de la semana como cualquier otro. Los grandes tenían que ir a trabajar y los chicos, como yo, teníamos que ir al colegio. Ubiquémonos en tiempo y espacio: en aquel entonces tenía ocho años, e iba a tercer grado de un colegio privado con doble escolaridad en la ciudad de Quilmes, donde nací. Se conmemoraba un nuevo día de San Patricio (aunque poco tenía de la festividad borrachera de hoy) y en Buenos Aires, como en toda la Argentina, se acercaba el otoño.
Como cada 17 de marzo. Nada raro. Hacia dos años que ya tenía a mi mejor amiga, Ariadna. Estábamos felices porque mi papá, Carlos, y su papá, Osvaldo, iban a viajar a Buenos Aires y a estar a pocas cuadras. Pocas cuadras.
Esas pocas cuadras quedaban muy cerca de Arroyo y Suipacha, barrio de Retiro. En Arroyo y Suipacha había una embajada, la embajada de uno de mis países más queridos, Israel. Por favor, seamos adultos, personas sin prejuicios y dejemos de lado simpatías, o antipatías; para mí siempre será uno de mis países más queridos.
Nadie, ni los grandes, ni los chicos, podíamos imaginar lo que iba a suceder ese martes. Papá iría cerca de Arroyo y Suipacha, Osvaldo iría cerca de Arroyo y Suipacha, Ariadna y yo nos sentaríamos en el mismo banco de aula, tendríamos clase de francés, artes plásticas o inglés. Eran más de las dos y media de la tarde. Ya había pasado la tarde, pero el terror estaba por golpear nuestras puertas. Las nuestras, y las de todos los argentinos.
Personas judías, católicas, chicos, ancianos, argentinos, extranjeros, todos, sin distinción de raza, credo o religión, volaron por los aires. Aquella embajada, la del precioso edificio de Arroyo y Suipacha, había sido destruida por una bomba. Una bomba. A partir de ese entonces, nada sería igual. ¡Qué desesperación, qué había pasado con nuestros papás! Gracias a Dios, nada. Siempre me cuenta mi papá que, a pocas cuadras, el barrio era una bola de fuego.
Nosotras, Ari y yo, en nuestra inocencia e inconsciencia infantil, no teníamos noción de lo que había pasado. Pero, desde aquel día, fue el día en que las dos hicimos un pacto de amor infinito. Por Israel, por la vida y por la justicia.
Perdonen, me emociono. No quiero emitir juicios de valor ni que la gente que lea esto sienta lo mismo que yo, simplemente necesito expresar mis sentimientos. Y hoy, 25 años después de ese martes caluroso, dantesco, inolvidable, lo llevo en la memoria como un lazo indisoluble. Definitivamente, un lazo de amor.
teresitavago@hotmail.com